Por qué nos cuesta entender el mercado (y no es por falta de inteligencia)

Imagina esta escena: un antropólogo ofrece a dos personas de una tribu del Amazonas repartirse cien dólares. Una de ellas hace la propuesta; la otra puede aceptarla o rechazarla. Si rechaza, ambas se quedan sin nada.

La lógica económica diría: acepta cualquier cantidad. Diez dólares son mejor que cero. Pero los humanos —de todas las culturas estudiadas, desde ejecutivos de Wall Street hasta pastores nómadas de Mongolia— rechazan sistemáticamente ofertas por debajo del 30%. Preferimos castigar la "injusticia" aunque nos cueste dinero.

Este experimento, conocido como el juego del ultimátum, revela algo profundo: nuestras intuiciones morales no fueron diseñadas para maximizar ganancias materiales, sino para navegar la vida social en grupos pequeños donde la reputación lo era todo. Y aquí está el problema: esas mismas intuiciones que nos hacen cooperadores fiables y detectores de tramposos en nuestra tribu nos nublan la visión cuando intentamos comprender cómo funciona una economía de mercado.

El cerebro del cazador-recolector en el supermercado

Nuestro hardware cognitivo se forjó durante cientos de miles de años en un entorno muy distinto al actual. Los psicólogos evolucionistas Pascal Boyer y Michael Bang Petersen lo han documentado con precisión: vivíamos en grupos de entre 50 y 150 personas, consumíamos lo que la naturaleza proporcionaba, y el progreso económico era prácticamente inexistente. En ese mundo, la economía era efectivamente un juego de suma cero: si alguien tenía más comida, era porque otro tenía menos.

De ahí emergen intuiciones que siguen activas hoy:

La riqueza como sustracción. Si ves a alguien acumular recursos, tu cerebro ancestral infiere automáticamente que los ha quitado de algún sitio. Esta lógica funcionaba en la sabana africana, donde efectivamente los recursos eran fijos. Pero en una economía de mercado, donde la riqueza se crea, produce conclusiones erróneas. Un autor que vende un millón de libros a un euro de beneficio cada uno se convierte en millonario sin haber sustraído nada a nadie. Al contrario: ha generado valor para un millón de lectores que pagaron voluntariamente por algo que les aportaba más de lo que costaba. La transacción fue mutuamente beneficiosa. Pero nuestra intuición insiste en buscar al perdedor.

El beneficio como explotación. En las economías de reciprocidad ancestrales, dar y recibir estaban vinculados personalmente. Yo comparto mi caza contigo hoy esperando que tú hagas lo mismo mañana. En este contexto, quien obtiene "ganancias" sin haber dado nada visible parece un gorrón. Por eso el beneficio empresarial se siente intuitivamente como un robo: el empresario "se queda" con algo sin haber trabajado físicamente en la producción. Lo que no vemos es el riesgo asumido, la coordinación lograda, el capital invertido. Nuestro detector de tramposos, tan útil en grupos pequeños, dispara falsos positivos en mercados anónimos.

El trabajo como valor intrínseco. Aquí reside quizá la intuición más difícil de superar. Si alguien trabaja duro, merece ser recompensado. Esta lógica de reciprocidad hace que la proposición económica "el valor del trabajo es cero si la demanda del producto es cero" resulte no solo contraintuitiva sino moralmente ofensiva. ¿Cómo puede valer nada el esfuerzo de alguien? Pero la economía de mercado no valora el esfuerzo; valora lo que otros están dispuestos a pagar por el resultado. Un artesano que fabrica hermosas máquinas de escribir manuales puede trabajar más horas que un programador, pero si nadie quiere comprar máquinas de escribir, su trabajo no genera valor de mercado. Esto no es injusto en algún sentido cósmico; simplemente refleja que el valor económico es relacional, no inherente.

El precio justo como coste, no como escasez. Intuitivamente sentimos que los precios deberían reflejar lo que cuesta producir algo, no lo que la gente está dispuesta a pagar. Cuando sube el precio de la vivienda o la energía, buscamos especuladores malvados en lugar de ver un desajuste entre oferta y demanda. En una economía de reciprocidad, subir precios ante la necesidad ajena era explotación; en un mercado, es la señal que atrae recursos hacia donde más se necesitan.

Los cuatro sesgos del votante

El economista Bryan Caplan, en su libro The Myth of the Rational Voter, identificó cuatro sesgos sistemáticos que distorsionan nuestra comprensión económica. Lo interesante es que no son producto de la ignorancia —personas educadas los mantienen—, sino de intuiciones profundamente arraigadas:

El sesgo anti-mercado: subestimamos los beneficios de la competencia y el mecanismo de precios. Vemos a las empresas como depredadores y a los consumidores como víctimas indefensas, cuando la realidad es que la competencia entre empresas es precisamente lo que protege al consumidor.

El sesgo anti-extranjero: aplicamos la lógica tribal al comercio internacional. Si China prospera, "nosotros" perdemos. Esta psicología coalicional tenía sentido cuando los recursos eran fijos y los grupos competían por territorio. Pero el comercio internacional no es un reparto de una tarta fija; es una expansión del tamaño total de la tarta.

El sesgo make-work: equiparamos empleo con prosperidad. Celebramos la "creación de empleo" y lamentamos la automatización, sin ver que el progreso económico consiste precisamente en producir más con menos trabajo. En 1800, el 95% de los estadounidenses trabajaban en agricultura; hoy, menos del 3%. Esa destrucción masiva de empleo agrícola no empobreció a nadie; liberó mano de obra para producir otras cosas.

El sesgo pesimista: tendemos a creer que la economía siempre empeora. Cada generación piensa que sus hijos vivirán peor, pese a que los datos muestran mejoras sostenidas en casi todos los indicadores durante los últimos dos siglos.

La psicología coalicional y el comercio

Boyer y Petersen añaden una capa explicativa crucial: nuestra psicología coalicional. Evolucionamos para pensar en términos de "nosotros" versus "ellos", y esta distinción se activa automáticamente cuando hay fronteras grupales percibidas.

Por eso el comercio entre países despierta más suspicacia que el comercio dentro del país. Un californiano no siente que Texas le "roba" empleos cuando compra productos texanos, pero sí puede sentirlo respecto a México o China. La diferencia no es económica —las dinámicas son idénticas—, sino psicológica: la frontera nacional activa el detector de amenazas coalicionales.

Lo mismo ocurre con la inmigración. No hace mucho tiempo, todavía algunas personas pensaban que los inmigrantes "roban empleos". Es una intuición que parte de la idea equivocada de que el número de trabajos es fijo en una economía.

El mercado como tecnología antiintuitiva

Hay una ironía en todo esto. La economía de mercado es, en cierto sentido, profundamente compatible con la naturaleza humana: se basa en el intercambio voluntario, algo que todas las sociedades practican. Incluso los niños pequeños intercambian cromos. El trueque parece cableado en nuestro cerebro.

Pero el mercado moderno —anónimo, global, mediado por precios y dinero— es una tecnología cultural que trasciende nuestra psicología intuitiva. Funciona precisamente porque no depende de la confianza personal directa ni de la reciprocidad directa. Puedo comprar un teléfono fabricado por miles de personas que nunca conoceré, usando dinero que es una abstracción colectiva, a través de instituciones que garantizan el cumplimiento de contratos entre extraños.

Esta maquinaria institucional produce resultados que nuestro cerebro de cazador-recolector no puede computar intuitivamente. Adam Smith lo llamó la "mano invisible": millones de decisiones descentralizadas, tomadas por personas que solo buscan su propio interés, producen un orden emergente que beneficia a todos. Esto es profundamente antiintuitivo porque no hay nadie "a cargo", nadie que reparta justamente, nadie a quien responsabilizar si algo sale mal.

Lo que esto no significa

Reconocer que nuestras intuiciones morales distorsionan nuestra comprensión del mercado no implica que debamos aceptar cualquier resultado que el mercado produzca. Las dos cuestiones son distintas.

Una cosa es entender que la desigualdad de ingresos no requiere explotación para existir —que puede surgir de diferencias en productividad, suerte, o preferencias—. Otra muy diferente es decidir qué nivel de desigualdad queremos tolerar como sociedad y qué mecanismos redistributivos implementar. Los impuestos, las redes de seguridad social, la inversión en educación: todas estas son decisiones políticas legítimas que no dependen de malinterpretar cómo funciona el mercado.

El problema es cuando las intuiciones erróneas contaminan el diseño de políticas. Si creemos que el beneficio empresarial es un robo, diseñaremos regulaciones que ahoguen la inversión. Si creemos que el comercio internacional es suma cero, implementaremos aranceles que empobrecen a todos. Si creemos que el empleo es un fin en sí mismo, subsidiaremos trabajos improductivos en lugar de facilitar transiciones a sectores más dinámicos.

Pensar despacio sobre economía

Daniel Kahneman distinguía entre el Sistema 1 (rápido, intuitivo, automático) y el Sistema 2 (lento, deliberativo, costoso). Nuestras intuiciones económicas erróneas son producto del Sistema 1: respuestas automáticas calibradas para un mundo que ya no existe.

Entender la economía de mercado requiere activar el Sistema 2: frenar la respuesta intuitiva, examinar los datos, seguir las cadenas causales hasta sus consecuencias no evidentes. Como escribió el economista francés Frédéric Bastiat hace casi dos siglos, la diferencia entre un buen y un mal economista es que el malo solo ve lo que se ve inmediatamente, mientras que el bueno también considera lo que no se ve.

El autor que se hace millonario vendiendo libros: vemos su riqueza, no vemos el valor creado en un millón de hogares. La fábrica que automatiza: vemos los empleos perdidos, no vemos los precios más bajos para millones de consumidores. El comercio con China: vemos la fábrica que cierra, no vemos las exportaciones que prosperan ni el poder adquisitivo que aumenta.

Nuestras intuiciones morales evolucionadas nos hacen humanos, cooperativos, sensibles a la injusticia. Son un tesoro de nuestra especie. Pero como todas las herramientas, funcionan mejor en el contexto para el que fueron diseñadas. Aplicarlas sin mediación al análisis de economías complejas es como usar un mapa del Paleolítico para navegar por una ciudad moderna. No es que el mapa esté mal; es que el territorio ha cambiado.











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