Dos libros y seis ideas sobre las condiciones del progreso humano
Imagina que heredas una empresa. Tiene dos problemas. El primero: el consejo de administración responde únicamente ante tres accionistas mayoritarios, que extraen dividendos mientras la empresa se deteriora. El segundo: aunque cambiaras la estructura de gobierno, descubres que cualquier decisión requiere catorce firmas, estudios de impacto ambiental incluso para pintar una pared, y un proceso de apelación que dura años.
¿Cuál es el problema real? Ambos. Y no puedes resolver uno sin el otro.
Este diciembre he leído dos libros que, sin saberlo, mantienen exactamente esta conversación. El manual del dictador de Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith, y Abundancia de Ezra Klein y Derek Thompson. El primero explica por qué algunos sistemas trabajan para sus ciudadanos y otros los explotan. El segundo explica por qué incluso los sistemas bien intencionados han perdido la capacidad de construir. Juntos, ofrecen un diagnóstico muy completo de nuestro momento político.
El manual del dictador: la aritmética del poder
Bueno de Mesquita tiene una tesis incómoda: en política, lo que importa es conseguir y mantener el poder, no el bienestar general. Pero esta observación cínica conduce, paradójicamente, a conclusiones optimistas.
Primera idea: el tamaño de la coalición lo explica casi todo. Todo líder necesita un grupo de personas cuyo apoyo es esencial para mantenerse en el poder. A esto los autores lo llaman "coalición ganadora". En una dictadura, esa coalición puede ser de cincuenta generales y empresarios. En una democracia, son millones de votantes. Esta diferencia aritmética —no la virtud personal ni la cultura nacional— explica casi todo lo demás.
Cuando la coalición es pequeña, el líder puede mantener la lealtad mediante pagos privados: mansiones, contratos, impunidad. Cuando es grande, simplemente no hay suficiente dinero para sobornar a todos. El líder debe entonces competir ofreciendo bienes públicos: educación, sanidad, infraestructuras. La democracia no atrae a líderes virtuosos por casualidad; los obliga a comportarse como si lo fueran.
Segunda idea: la libertad es productiva. Las autocracias tienen un problema estructural: necesitan extraer recursos de una población a la que no pueden permitir florecer. Los impuestos altos destruyen incentivos; la represión destruye la iniciativa. Como observan los autores, "en las autocracias es una imprudencia ser rico, a menos que sea el gobierno el que lo ha hecho a uno rico". El resultado es predecible: estancamiento económico crónico.
Las democracias, por el contrario, necesitan una economía próspera para generar los recursos que financian los bienes públicos que mantienen al líder en el poder. La libertad económica no es un lujo ideológico; es un requisito funcional del sistema.
Tercera idea: el cambio es posible, pero difícil. El libro no es determinista. Las coaliciones pueden expandirse. Los autócratas pueden quedarse sin dinero para pagar a sus esenciales. Las crisis fiscales abren ventanas de oportunidad. Pero el cambio requiere entender los incentivos reales de los actores, no apelar a su buena voluntad.
Abundancia: el problema de la ejecución
Si Bueno de Mesquita pregunta "¿para quién trabaja el sistema?", Klein y Thompson preguntan "¿puede el sistema ejecutar?". Su respuesta es preocupante: cada vez menos.
Primera idea: el problema no es el tamaño del Estado, sino su capacidad. Durante décadas, el debate político estadounidense giró en torno a si el gobierno debía ser más grande o más pequeño. Mientras tanto, nadie prestó atención a si podía hacer cosas. La abundancia de bienes de consumo ocultó la creciente escasez de vivienda, infraestructura y energía. Hoy, construir un kilómetro de tren de alta velocidad en Estados Unidos cuesta más del doble que en Japón. No por los materiales, sino por las negociaciones, los litigios y el papeleo.
Segunda idea: las soluciones de ayer son los problemas de hoy. En los años sesenta y setenta, Estados Unidos construía de forma irresponsable: autopistas que arrasaban barrios, fábricas que envenenaban ríos. Las leyes ambientales y los procesos de revisión fueron respuestas necesarias. Pero esas mismas leyes, diseñadas para frenar la construcción destructiva del siglo XX, ahora paralizan los proyectos de energía limpia del siglo XXI. El partido demócrata, argumentan los autores, "se obsesionó más con el procedimiento que con los resultados".
Tercera idea: la abundancia es condición previa de una política menos conflictiva. Cuando hay escasez —de vivienda, de empleos, de oportunidades— la política se convierte en una batalla por repartir lo que existe. Cuando hay abundancia, el conflicto distributivo pierde intensidad. No combatiremos el cambio climático convenciendo al mundo de que renuncie al crecimiento. Lo haremos inventando formas de crecer sin destruir.
La conexión: hardware y software
Aquí está lo que estos dos libros, leídos juntos, pueden enseñar.
Bueno de Mesquita ofrece el hardware institucional: la estructura de incentivos que determina si los gobernantes trabajan para muchos o para pocos. Klein ofrece el software operativo: la cultura política y administrativa que determina si un sistema puede materializar sus intenciones.
Una autocracia puede tener capacidad ejecutora pero sus incentivos apuntan hacia la extracción, no hacia el bienestar general. Una democracia procedimentalista tiene los incentivos correctos —el líder necesita satisfacer a millones— pero puede perder la capacidad de construir nada mientras todos los grupos de interés ejercen su derecho de veto.
La tensión que intuía al principio —¿puede la democracia paralizar el progreso?— no es una contradicción sino el diagnóstico completo. La democracia crea los incentivos correctos. Pero esos incentivos no bastan si la cultura política se vuelve puramente defensiva, capturada por el miedo al cambio, ahogada en procedimientos diseñados para frenar en lugar de construir.
Una nota de optimismo cauteloso
Ambos libros, pese a su análisis descarnado, terminan siendo esperanzadores.
Bueno de Mesquita nos recuerda que la democracia no es un accidente moral sino un equilibrio de intereses. Eso la hace más robusta de lo que parece: no depende de que los ciudadanos sean virtuosos, solo de que la coalición sea lo suficientemente amplia.
Klein nos recuerda que las parálisis institucionales no son leyes de la naturaleza. Son decisiones acumuladas que pueden revertirse. El movimiento YIMBY —"sí en mi patio trasero"— ha pasado en pocos años de grupo marginal a fuerza legislativa real en California. Los ecologistas están descubriendo que la escasez es una ideología potencialmente perdedora.
Quizá la lección compartida sea esta: el progreso humano no es inevitable, pero tampoco es imposible. Requiere instituciones que alineen los incentivos de los poderosos con el bienestar de los muchos. Y requiere una cultura política dispuesta a progresar, no solo a proteger lo existente.
Necesitas el hardware correcto y el software actualizado.
¿Cuál es el problema real? Ambos. Y no puedes resolver uno sin el otro.
Este diciembre he leído dos libros que, sin saberlo, mantienen exactamente esta conversación. El manual del dictador de Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith, y Abundancia de Ezra Klein y Derek Thompson. El primero explica por qué algunos sistemas trabajan para sus ciudadanos y otros los explotan. El segundo explica por qué incluso los sistemas bien intencionados han perdido la capacidad de construir. Juntos, ofrecen un diagnóstico muy completo de nuestro momento político.
El manual del dictador: la aritmética del poder
Bueno de Mesquita tiene una tesis incómoda: en política, lo que importa es conseguir y mantener el poder, no el bienestar general. Pero esta observación cínica conduce, paradójicamente, a conclusiones optimistas.
Primera idea: el tamaño de la coalición lo explica casi todo. Todo líder necesita un grupo de personas cuyo apoyo es esencial para mantenerse en el poder. A esto los autores lo llaman "coalición ganadora". En una dictadura, esa coalición puede ser de cincuenta generales y empresarios. En una democracia, son millones de votantes. Esta diferencia aritmética —no la virtud personal ni la cultura nacional— explica casi todo lo demás.
Cuando la coalición es pequeña, el líder puede mantener la lealtad mediante pagos privados: mansiones, contratos, impunidad. Cuando es grande, simplemente no hay suficiente dinero para sobornar a todos. El líder debe entonces competir ofreciendo bienes públicos: educación, sanidad, infraestructuras. La democracia no atrae a líderes virtuosos por casualidad; los obliga a comportarse como si lo fueran.
Segunda idea: la libertad es productiva. Las autocracias tienen un problema estructural: necesitan extraer recursos de una población a la que no pueden permitir florecer. Los impuestos altos destruyen incentivos; la represión destruye la iniciativa. Como observan los autores, "en las autocracias es una imprudencia ser rico, a menos que sea el gobierno el que lo ha hecho a uno rico". El resultado es predecible: estancamiento económico crónico.
Las democracias, por el contrario, necesitan una economía próspera para generar los recursos que financian los bienes públicos que mantienen al líder en el poder. La libertad económica no es un lujo ideológico; es un requisito funcional del sistema.
Tercera idea: el cambio es posible, pero difícil. El libro no es determinista. Las coaliciones pueden expandirse. Los autócratas pueden quedarse sin dinero para pagar a sus esenciales. Las crisis fiscales abren ventanas de oportunidad. Pero el cambio requiere entender los incentivos reales de los actores, no apelar a su buena voluntad.
Abundancia: el problema de la ejecución
Si Bueno de Mesquita pregunta "¿para quién trabaja el sistema?", Klein y Thompson preguntan "¿puede el sistema ejecutar?". Su respuesta es preocupante: cada vez menos.
Primera idea: el problema no es el tamaño del Estado, sino su capacidad. Durante décadas, el debate político estadounidense giró en torno a si el gobierno debía ser más grande o más pequeño. Mientras tanto, nadie prestó atención a si podía hacer cosas. La abundancia de bienes de consumo ocultó la creciente escasez de vivienda, infraestructura y energía. Hoy, construir un kilómetro de tren de alta velocidad en Estados Unidos cuesta más del doble que en Japón. No por los materiales, sino por las negociaciones, los litigios y el papeleo.
Segunda idea: las soluciones de ayer son los problemas de hoy. En los años sesenta y setenta, Estados Unidos construía de forma irresponsable: autopistas que arrasaban barrios, fábricas que envenenaban ríos. Las leyes ambientales y los procesos de revisión fueron respuestas necesarias. Pero esas mismas leyes, diseñadas para frenar la construcción destructiva del siglo XX, ahora paralizan los proyectos de energía limpia del siglo XXI. El partido demócrata, argumentan los autores, "se obsesionó más con el procedimiento que con los resultados".
Tercera idea: la abundancia es condición previa de una política menos conflictiva. Cuando hay escasez —de vivienda, de empleos, de oportunidades— la política se convierte en una batalla por repartir lo que existe. Cuando hay abundancia, el conflicto distributivo pierde intensidad. No combatiremos el cambio climático convenciendo al mundo de que renuncie al crecimiento. Lo haremos inventando formas de crecer sin destruir.
La conexión: hardware y software
Aquí está lo que estos dos libros, leídos juntos, pueden enseñar.
Bueno de Mesquita ofrece el hardware institucional: la estructura de incentivos que determina si los gobernantes trabajan para muchos o para pocos. Klein ofrece el software operativo: la cultura política y administrativa que determina si un sistema puede materializar sus intenciones.
Una autocracia puede tener capacidad ejecutora pero sus incentivos apuntan hacia la extracción, no hacia el bienestar general. Una democracia procedimentalista tiene los incentivos correctos —el líder necesita satisfacer a millones— pero puede perder la capacidad de construir nada mientras todos los grupos de interés ejercen su derecho de veto.
La tensión que intuía al principio —¿puede la democracia paralizar el progreso?— no es una contradicción sino el diagnóstico completo. La democracia crea los incentivos correctos. Pero esos incentivos no bastan si la cultura política se vuelve puramente defensiva, capturada por el miedo al cambio, ahogada en procedimientos diseñados para frenar en lugar de construir.
Una nota de optimismo cauteloso
Ambos libros, pese a su análisis descarnado, terminan siendo esperanzadores.
Bueno de Mesquita nos recuerda que la democracia no es un accidente moral sino un equilibrio de intereses. Eso la hace más robusta de lo que parece: no depende de que los ciudadanos sean virtuosos, solo de que la coalición sea lo suficientemente amplia.
Klein nos recuerda que las parálisis institucionales no son leyes de la naturaleza. Son decisiones acumuladas que pueden revertirse. El movimiento YIMBY —"sí en mi patio trasero"— ha pasado en pocos años de grupo marginal a fuerza legislativa real en California. Los ecologistas están descubriendo que la escasez es una ideología potencialmente perdedora.
Quizá la lección compartida sea esta: el progreso humano no es inevitable, pero tampoco es imposible. Requiere instituciones que alineen los incentivos de los poderosos con el bienestar de los muchos. Y requiere una cultura política dispuesta a progresar, no solo a proteger lo existente.
Necesitas el hardware correcto y el software actualizado.




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