¿Puede la ciencia social escapar de las narrativas ideológicas?

Vivimos en una era de polarización política exasperante. Cada debate, cada noticia, parece filtrarse a través de una lente ideológica que distorsiona la realidad hasta hacerla irreconocible para el bando contrario. Y en este campo de batalla, la ciencia social es a menudo un arma arrojadiza, utilizada para validar narrativas preexistentes más que para iluminar la verdad. Es comprensible. Como primates sociales que somos, nuestras intuiciones morales y lealtades grupales (nuestro "elefante intuitivo", como diría Haidt) a menudo guían a nuestro "jinete racional" para justificar lo que ya sentimos que es cierto. Muchos científicos sociales, no nos engañemos, participan activamente en esta danza, defendiendo ideologías puras o narrativas atractivas porque, seamos honestos, es más emocionante y a menudo más gratificante.

Pero, ¿significa esto que una ciencia social objetiva, ideológicamente neutra, es una quimera?

Mi respuesta, con matices, es que la ciencia social puede y debe aspirar a la neutralidad valorativa, aunque sus practicantes individuales, como todos los humanos, estén predispuestos al sesgo.

El problema no reside en la aspiración, sino en nuestra propia naturaleza. Los seres humanos hemos evolucionado para sobrevivir y prosperar en grupos. Esto implica una fuerte tendencia a defender nuestra identidad, al tribalismo, a favorecer a los "nuestros" y a desconfiar de los "otros". Los científicos no son inmunes a estas tendencias. A menudo, su interés primordial no es la "Verdad" con mayúsculas, sino la promoción de su postura, su perspectiva, sus creencias, su estatus social o el de su grupo (ideológico, político, académico, nacional, étnico, etc.). Y ni siquiera Einstein escapaba a esta pulsión tan humana.

Pensemos en un tema candente; la inmigración. Para una ciencia social sistémica y neutra, la inmigración es un fenómeno social complejo dentro de un sistema socioeconómico y cultural, con múltiples entradas, salidas e interacciones. Genera cambios en la demografía, el mercado laboral, la cohesión social, la innovación, la presión sobre los servicios públicos. Algunos de estos efectos serán considerados "positivos", y otros "negativos", pero la ciencia social, en su aspiración más pura, debería limitarse a describirlos y cuantificarlos y explicar sus mecanismos.

Es crucial entender una distinción fundamental: la ciencia no es inherentemente ética; es un sistema para descubrir patrones sobre el mundo, sean estos éticos o no. La ética es un conjunto de principios valorativos (basados en nuestras intuiciones innatas y nuestro contexto sociocultural) que aplicamos sobre el conocimiento científico. Podríamos, hipotéticamente, probar científicamente que eliminar a todas las personas cuyo apellido empieza por "Z" reduciría drásticamente las emisiones de CO2. Esto sería un hallazgo científico (terriblemente absurdo, pero válido en su lógica interna si los datos lo apoyaran). Otra cuestión, radicalmente distinta, es si llevar a cabo tal acción sería ético. Evidentemente, no.

La ciencia social, en su mejor expresión, se encarga de la generalización descriptiva y explicativa, no de la evaluación moral de casos concretos ni de la prescripción de políticas basadas en una única visión del bien. Los actores sociales, los políticos, los activistas, ciertamente pueden utilizar (y utilizan) los hallazgos de la ciencia social para perseguir sus propios fines. Pero eso no es hacer ciencia; es usar la ciencia.

De hecho, el proceso científico a menudo comienza con un sesgo: la hipótesis alternativa que un investigador desea probar, frente a la hipótesis nula, suele ser, irónicamente, su verdadero deseo o su creencia preconcebida. Y es natural y casi inevitable. Pero la magia de la institución de la ciencia, como argumentaría Pinker, reside en su capacidad para, a largo plazo, agregar y neutralizar los sesgos individuales. ¿Cómo? A través de la crítica rigurosa, la replicación, el debate abierto entre perspectivas rivales y, fundamentalmente, a través del metaanálisis.

Es perfectamente legítimo, desde una perspectiva científica, estudiar si la inmigración procedente de determinados países incrementa ciertos tipos de delitos en la población de acogida. Tus sesgos ideológicos (tu "elefante") podrían estar gritándote ahora mismo que esta pregunta es inherentemente racista o xenófoba. Piénsalo dos veces. Eso es un juicio moral, no una objeción científica. Igualmente legítimo es estudiar si la inmigración incrementa la riqueza, la diversidad cultural o la innovación en la población de acogida. Las investigaciones individuales, por su propia naturaleza, serán parciales, limitadas por sus datos, métodos y los inevitables (a menudo inconscientes) sesgos del investigador. Pero la ciencia como empresa colectiva no tiene por qué serlo.

Los metaanálisis, por ejemplo, que agregan los resultados de múltiples estudios sobre una misma pregunta, son nuestra mejor herramienta para aproximarnos a una visión más completa y matizada de la realidad. Y raramente nos ofrecen una solución inequívoca, un "sí" o "no" rotundo. Más bien, señalan tendencias, efectos contingentes (ej. la asociación entre estas dos variables existe pero sólo en cierto tipo de personas), magnitudes de efectos (a veces muy pequeños), factores contextuales y, crucialmente, áreas de incertidumbre. Nos alejan de las narrativas emocionantes (necesarias en la persuasión pero no en la ciencia social) y nos acercan a la complejidad del mundo real.

Es cierto que hay temas cuyo estudio podría considerarse socialmente delicado o incluso peligroso si sus resultados son malinterpretados o instrumentalizados (ej. diferencias en rasgos o conductas entre grupos étnicos, clases sociales, hombres y mujeres, etc.). Pero, de nuevo, esta es una consideración ética o política sobre la oportunidad o las consecuencias de la investigación, no una limitación intrínseca a la capacidad de la ciencia para investigarlos.

Entonces, ¿debe la ciencia social estar al servicio de la sociedad? La ciencia, como proceso de búsqueda de la verdad, no debe estar subordinada a ninguna agenda social o política particular, por muy noble que esta parezca. Su lealtad primordial es con la evidencia empírica y la claridad de pensamiento. Luego, la sociedad, a través de sus mecanismos y sus debates éticos, decidirá cómo utilizar el conocimiento que la ciencia genera, qué valores priorizará al aplicar esos hallazgos.

Es imprescindible en la academia cultivar una cultura científica que valore la humildad intelectual, que acepte la incomodidad de los datos que contradicen nuestras creencias más queridas, y que entienda que la verdadera fortaleza de la ciencia social reside en la sabiduría imperfecta pero progresiva de una comunidad que, abandonando la presión tribal y abrazando el disenso constructivo, se esfuerza por superar o matizar colectivamente los sesgos que a todos nos aquejan. Solo así podremos aspirar a una ciencia social que, si bien nunca será perfectamente neutra, al menos luche honestamente por serlo.

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