Creo que a veces tendemos a complicar las cuestiones
sencillas. Pero, también, a simplificar lo complejo. Es como si, en algunas
ocasiones, no pudiéramos aceptar la simplicidad de ciertos fenómenos. Pero, en
otras, despreciáramos su complejidad. Quizá es que nuestra mente persigue cosas
que tienen poco que ver con la verdad empírica como la aceptación, vencer en
discusiones, el estatus, la seguridad o la emoción. O quizá es que algunas
cuestiones pueden parecer simples y complejas al mismo tiempo.
Gran parte de los fenómenos que se producen en la vida
social son de carácter complejo. Así que una visión simplificada suele ser
equivocada y contraproducente. Uno de ellos es la educación. Hace unas semanas
fueron presentados los resultados del informe Pisa, que evalúa el rendimiento
académico de los jóvenes de distintos países. La noticia fue comentada en los
medios de comunicación con gran exaltación. El diagnóstico no ha variado con
respecto a los últimos años. El nivel educativo de los alumnos españoles es
inferior a la media europea.
Pero lo interesante del asunto es la respuesta a los
resultados del informe. Comentaristas y presentadores se lanzaron a dar su
diagnóstico. "¡Hay que invertir más dinero! "No, eso no ha
funcionado, ¡hay que cambiar la ley de educación!" Era curioso lo
convencidos que se mostraban.
A diferencia de los opinadores, gran parte de los
investigadores que trabajan en educación son prudentes. Quizá porque son
conscientes de la complejidad y la multicausalidad de los fenómenos sociales.
El rendimiento académico de los niños en una sociedad es una cuestión compleja,
difusa e incierta, en la que intervienen numerosos factores relacionados. Estas
cuestiones son más complejas de lo que parece a primera vista. Por eso hay
cientos de artículos académicos y tesis doctorales al respecto.
Por ejemplo, sabemos que la inversión en educación no tiene
una asociación lineal perfecta con el rendimiento académico de los jóvenes. Así
que invertir más dinero es, en ocasiones, insuficiente, cuando no innecesario
para mejorar el resultado. Recomiendo el Ted de Andreas Schleicher sobre esta
cuestión. Que reducir el tamaño de las clases tampoco mejora necesariamente el
rendimiento de los alumnos, porque la relación entre tamaño de la clase y
rendimiento no es tan simple como se cree (Malcom Gladwell dedica un capítulo
de su interesante libro a esta cuestión). El asunto es, en ocasiones,
contraintuitivo, como se deriva de algunos estudios que parecen indicar que los niños
que realizan educación estructurada en el hogar obtienen puntuaciones medias
superiores a los niños que asisten a la escuela tradicional.
Hay numerosos otros factores asociados con el rendimiento
académico que han sido investigados. Pero suelen recibir menos atención en la
prensa (con alguna excepción). Por ejemplo, la renta per cápita de la población
(resulta sorprendente ver cómo la media española se sitúa a niveles nórdicos
cuando eliminas las comunidades autónomas más pobres); el nivel de desigualdad
de renta que tiene una sociedad; el porcentaje de individuos que trabajan en el
sector de la construcción; el nivel educativo de los padres; la existencia de
mecanismos de evaluación del profesorado así como su reclutamiento; o factores
más intangibles pero analizables como la valoración social de la educación o
las expectativas de los padres. Y olvido muchos otros factores. Ninguno de
ellos son factores deterministas, pero sí factores asociados de modo
probabilístico al rendimiento de los alumnos.
Leí hace algún tiempo que es necesario diferenciar entre
cuestiones de debate moral, cuestiones de gusto o preferencia personal y
cuestiones empíricas. Aunque una misma cuestión puede tener componentes de cada
una de ellas, dilucidar los motivos del rendimiento académico y el efecto de
diferentes intervenciones es, en esencia, una cuestión empírica. Quizá el
análisis sistemático y cauto debería ser la guía de nuestras decisiones
públicas. Pero creo que lo simple nos resulta más fácil de modificar. Quizá por
eso nos gusta simplificar.
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